
Cuando éramos más jóvenes no nos rodeaban todos los dispositivos y artilugios de que disponemos hoy.
Y según nos contaron nuestros padres, ellos conocieron muchos menos.
Más todavía: se ganaron la vida con actividades que hoy ya no existen.
Si además leemos libros, o vemos películas no muy recientes, nos asombramos ante las escenas de cómo era en un tiempo el mundo y la vida de quienes andaban sobre él.
Desde que además de andar por la selva como cualquier otra criatura echamos mano a lo que teníamos cerca para conseguir lo que nos convenía, nuestra historia es una sucesión de innovaciones que transformaron el ambiente en que nacieron.
Cada innovación aparece en un ambiente ya transformado por las anteriores. Así, el ciclo innovación/modificación del ambiente/nueva innovación se sucede cada vez más rápido.
Lo sabemos por experiencia propia: a diferencia de nuestros padres y abuelos, lo que aprendimos al comenzar a trabajar no nos sirvió para toda la vida. Debimos cambiar hacia especialidades que antes no existían.
En un tiempo quedaron fuera los que no sabían leer; cuando hubo camiones dejaron de tener trabajo los que conducían carros; hoy tienen poco que hacer los que no manejan ordenadores.
Cuando la gravedad actúa sobre un objeto que cae con cierta velocidad, lo acelera aún más, y el efecto no puede ser otro que una cada vez mayor aceleración.
Lo mismo pasa con la aceleración tecnológica. Cuando una sociedad está transformada hasta cierto punto por inventos e innovaciones, todo en ella se transforma más rápidamente, y cualquier nuevo factor que puede acelerar los cambios actúa sobre una sociedad que está yendo más rápido que antes. Por ese camino, hay cada vez más posibilidad de que ocurran más cambios, y de que estos aceleren aún más la ya acelerada realidad cotidiana.
Parecería la entusiasmante promesa de un futuro cada vez mejor, y tal vez lo sea.
Como toda innovación es traída al mundo por los seres humanos, que la generan para que mejore en algo sus vidas, en algún momento nos aparece el gran interrogante: ¿Pueden todos los humanos acelerar al mismo ritmo? ¿Podrán seguir haciéndolo continuamente, cuando la realidad se transforme más rápido que ahora?
Si damos un paso más descubrimos que más que un interrogante es una realidad visible: no todos avanzan a la velocidad de la tecnología, o de la vanguardia intelectual que la tracciona.
Hay una vanguardia intelectual, conformada por los familiarizados con lo más avanzado del conocimiento. Es la que puede observar lo inventado hasta hoy, darle una vuelta más y lanzar al mundo una innovación que continuará transformándolo.
Cada vez que se da ese paso, el conocimiento llega más lejos.
El efecto es que haya cada vez más distancia entre la siempre ascendente cumbre, el saber lo más avanzado, y la base, el no saber nada. Y esa distancia no solo crece continuamente, sino que crece cada vez más rápido.
Si la distancia entre saber lo más avanzado y no saber nada es cada vez mayor, y crece cada vez más rápido, ¿Podrán todos los seres humanos recorrer la totalidad de esa distancia? Y más todavía, ¿Podrán recorrerla tan rápidamente como crece?
Es un desafío parecido al de pasar de vegetal a animal. Al ser vegetal no hace falta moverse para sostener la vida; al ser animal hace falta moverse para comer y para no ser comido.
Como para vivir en el reino animal hace falta moverse, para vivir en una humanidad tecnificada hace falta aprender.
En consecuencia, hace falta que los que alcanzan el nivel más alto de conocimiento lo trasmitan a otros. Esto no es difícil; pero resulta que también hace falta que esos otros tengan ganas de aprender. Esto es más difícil; y no deja de hacer falta que también tengan capacidad de aprender. Esto, además de ser difícil, despierta la sospecha de que tal vez no sea posible.
Desde hace tiempo, la totalidad del conocimiento es tan voluminosa que nadie es capaz de poseerla toda. El efecto es que convivimos para intercambiar lo que sabe hacer uno por lo que sabe hacer otro.
Como en las sociedades así conformadas surgen nuevos conocimientos, los productos nacidos de las habilidades de algunas personas pasan a ser producidos a menor costo por nuevos métodos; con lo que quienes los hacían antes se encuentran con que ya nadie se los compra.
En consecuencia, cuando alguien genera un nuevo conocimiento fuerza a otro alguien a aprender algo nuevo, cosa de la que puede no tener ganas.
Aunque a primera vista parezca una afición exclusiva de algunas personas, el conocimiento se ha vuelto, y se vuelve cada vez más, la fuerza sustentadora de las sociedades humanas y, forzosamente, de cada uno de sus integrantes.
Si alguien se desentiende del conocimiento, lo ve como cosa de otros y quiere vivir sin aprender ni pensar, tarde o temprano se encontrará con que no tiene acceso a lo que sí quiere: que los demás le entreguen dinero a cambio de lo que hace.
El acto de aprender no solo despierta más vida y más felicidad, sino que se hace cada vez más necesario para el simple mantenimiento de la vida.
El conocimiento, que nos hace suponer un porvenir cada vez más feliz, no se expande tan libremente en el medio que le dio origen, que es su beneficiario y al mismo tiempo su obstáculo: la humanidad.
En un extremo de la humanidad están los que alcanzan los límites del conocimiento y los trascienden, disfrutando de transitar ese ámbito casi sublime y creando maravillas para sus congéneres; en el otro extremo están los que sienten que el mundo se ha vuelto demasiado difícil, y ven en la lejanía a seres con vidas que, incomprensibles y todo, a ellos les gustaría vivir pero no encuentran cómo.
Unas veces vemos los prodigios creados por el conocimiento e imaginamos un casi mágico porvenir de satisfacciones para todos; otras veces vemos que el conocimiento no se expande tan fácilmente a toda la humanidad, porque en su camino se encuentra con la indiferencia, la reticencia de quienes no tienen ganas de aprender o simplemente están acostumbrados a otra cosa. Entonces nuestro optimismo vacila; porque presentimos que los problemas hoy visibles en el mundo podrían crecer en no sabemos qué medida y desembocar en no sabemos qué resultados.
¿Cómo solucionar esto, si es que hay un cómo?
Cuando nos lo preguntan, tal vez digamos que nos gustaría una humanidad más homogénea, en la que todos sus integrantes pudieran entender lo más digno de entender, disfrutar de entenderlo y disfrutar los resultados de los que se volverían capaces.
Está muy extendida la inclinación a mirar exclusivamente los resultados palpables, y como efecto la aspiración a solucionar los problemas repartiendo cosas.
Con mejores o peores fórmulas, nos encontramos con que por ese camino no llegamos a lo que se dice buenos resultados. Así y todo, la tecnología hace su aporte reduciendo progresivamente el costo de las cosas.
Si vamos más allá, y además de los resultados materiales nos importa el estado interior del hombre, confluimos en que hace falta repartir conocimiento.
En esto nos encontramos con que coincidimos más; y coincidimos tanto que en casi todas las sociedades implementamos sistemas educativos.
Con sistemas educativos y todo, más allá de la vanguardia que ama el conocimiento están los que lo miran con indiferencia, y hasta con el fastidio de presentir que exige un esfuerzo. Muchos de estos ocupan puestos de docentes sin ganas de enseñar, y otros muchos se sientan ante ellos sin ganas de aprender.
Nunca se puede ser vanguardia, nunca se puede embatir hacia el horizonte del conocimiento, si no hay amor, si no hay pasión por conocer.
Los llevados por esa pasión habitarán la cumbre, y nunca serán alcanzados por los que estudian por obligación o por conveniencia.
Aquí nos encontramos ya con un factor que ralentiza la difusión de lo más avanzado del conocimiento.
A este factor se le puede agregar el de las condiciones de vida que limitan la posibilidad de tener tiempo para aprender. Y puede ser que se le agregue el de las diferencias de capacidades entre unas personas y otras.
Por una u otra razón, el ideal de que la vanguardia tecnológica aporte invariablemente progreso y felicidad amenaza con no cumplirse en las prodigiosas dimensiones que nos gusta imaginar.
Ese tironeo entre unas y otras partes de esta humanidad no homogénea puede causar, o ya causa, padecimientos individuales y sociales. Y no es raro que, como algunas veces vimos, cause desgarros y hasta derrumbes de la civilización.
Como siempre, la humanidad transita caminos cuya continuación no conoce.
No solo se hace camino al andar, y por lo tanto no sabemos qué hay más adelante, sino que podemos ignorar en qué dirección dar el próximo paso.
No sabemos si es posible el sueño de una humanidad homogénea; ni siquiera sabemos si es correcto proponérnoslo.
Sea como sea, no elegiremos la opción de la indiferencia ante lo que les pase a nuestros semejantes, y menos todavía la de renunciar a pensar e inventar.
¿Puede ser que haya más opciones?
No sabemos cuál será la solución; no sabemos si existirá alguna.
Así y todo valió la pena empezar a ser humanos, y queremos continuar siéndolo.