
Mikhail Gorbachov, último líder mandatario de lo que fue la Unión Soviética, falleció este martes a la edad de 92 años, según confirma la agencia estatal rusa de noticias, Tass. Gorbachov fue considerado, desde las entrañas, el responsable de históricos eventos como la caída del Muro de Berlín y el artífice de la “Perestroika”.
Gorbachov fue una de las figuras más destacadas de la política del siglo XX. Encabezó la Unión Soviética durante sus últimos siete años de existencia en calidad de secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (1985-1991), el sexto en la historia del Estado y como presidente de la URSS (1990-1991), el primero y el último en la historia del país.
El mandatario que quiso reformar la URSS y acabó ‘alumbrando’ su final cuenta con legiones de partidarios y de detractores. Los primeros lo consideran un reformador legendario que llevó libertad y democracia a un país hermético y que creó los conceptos de ‘glásnost’ (transparencia y libertad de expresión) y de ‘perestroika’ (reconstrucción, reforma). Para los segundos, es simplemente responsable del final de una superpotencia.
Gorbachov fue Gorbachov. Temerario y valiente para encarar un proceso de reformas de lo inamovible, incapaz de conducir ese potro hasta el final sin que se le desbocara, estuvo un tanto alejado del “John Kennedy rojo” o de “el nuevo Pedro El Grande” que la prensa occidental creyó ver cuando llegó al poder en marzo de 1985.
Vivió, además, a caballo de su tiempo histórico. Nació el 2 de marzo de 1931: demasiado tarde para haber padecido la Primera Gran Guerra, demasiado chico para enterarse a tiempo de los masivos crímenes de Stalin, demasiado joven para tomar parte de la Segunda Guerra Mundial: Gorbachov tenía 14 nuevos años en abril de 1945, cuando su compatriota, el mariscal Georgy Zhukov, entró en Berlín a sangre y fuego para poner fin a aquel Tercer Reich de Adolfo Hitler que iba a durar mil años y duro doce.
Su pueblo natal fue Privolye, al sur de Rusia y al norte del Cáucaso: granos y ovejas. La leyenda jura que el primer trabajo de Mijail fue manejar un tractor en una granja colectiva. En realidad su primer trabajo fue ser un comunista convencido y aplicado que recorrió en forma prolija y esmerada los escalones del PC local. Su aplicación y su interés le valieron en 1950 un destino impensado para un hijo de campesinos que maneja tractores: el ingreso a la Universidad del Estado de Moscú, donde estudió derecho y agronomía.
Tres o cuatro hechos marcan la vida de Gorbachov en aquellos años: organiza las ligas comunistas universitarias; conoce a una bella y espigada muchacha, Raisa Maxímovna Titarenko, se casa con ella y tienen una hija, Irina; se gradúa en leyes y decide volver a su pueblo. Allí asciende en la jerarquía del PC regional bajo los ojos del mentor político e ideológico del Kremlin, Mijail Suslov. En 1971, a los 40 años, llega al Comité Central: todo un logro en un ámbito que no se caracterizaba por la juventud de sus dirigentes y que con impiadoso acierto era llamado “gerontocracia”.
Su destino no estaba en Stávropol sino en Moscú, adonde regresa en 1978 ya no bajo la tutela ideológica de Suslov, sino bajo la mirada de hierro de otro padrino, Yuri Andropov, jefe durante casi una década de los servicios secretos de la URSS, la KGB. Gorbachov fue secretario de Agricultura en los años del todopoderoso Leonid Brezhnev, y lanzó el primero de sus planes de reformas: descentralizó el proceso de toma de decisiones, dio incentivos por producción a los agricultores y se cargó a una serie de funcionarios corruptos. A la muerte de Brezhnev en 1982, Andropov se convirtió en el líder de la URSS y Gorbachov se lanzó a conquistar el poder. Supo, intuyó o le fue revelado, el cambio que se avecinaba en el mundo: hacía casi tres años que Margaret Thatcher y Ronald Reagan se habían consagrado a la llamada “revolución conservadora”, que tuvo mucho de lo segundo y poco de lo primero, y Gorbachov comprendió que la URSS debía modernizarse. También entendió que no era el Kremlin lo que tenía que conquistar, eso ya estaba dado, sino ese mundo que cambiaba por minutos y que estaba más allá de las fronteras enormes de su nación a la que veía estancada, paralizada.
En 1983 visitó Canadá y en 1984 Gran Bretaña. Deslumbró. Thatcher lo definió con precisión de cardiocirujano: “Es un soviético al que se le mueve la cara cuando habla. Uno puede ver lo que está pensando”. Por venir de la Thatcher, que tenía un rostro de granito, aquello era un elogio. En Londres, Gorbachov repartió encanto y esa sandez que la estrechez de mentes define como glamour. Vestía trajes a la moda, sonreía de modo impensado para un dirigente de la URSS, derrochaba un humor incisivo y se dejaba fotografiar con un típico sombrero texano. La prensa británica lo bautizó enseguida “el camarada Gucci”. Además, agregaba una dosis de misterio a su figura: su frente y calva lucían de nacimiento una mancha de forma y significado enigmáticos. Era un hemangioma provocado por el aumento de tamaño y cantidad de pequeños vasos sanguíneos dentro y debajo de la piel.
Tres pantallazos de aquella visita a Gran Bretaña. En el Museo Británico, donde Karl Marx escribió “El Capital”, Gorbachov desafió: “Si a la gente no le gusta el marxismo, debería culpar al Museo Británico”. Frente a los fotógrafos que lo ametrallaban con sus flashes, lanzó una advertencia de neto corte comunista: “Camaradas, economicen sus suministros”. Y frenó a un legislador conservador que se animó a hablarle de los perseguidos y encarcelados en la URSS: “Usted encárguese de gobernar su sociedad y déjenos a nosotros gobernar la nuestra”. Los ingleses, que a veces gozan cuando son flagelados, lo amaron para siempre.
En ese mismo viaje desafió la cínica política militar de Reagan que impulsaba la reducción del arsenal nuclear de ambas potencias, mientras promovía un plan de defensa estratégica misilística que pasó a la fama y a la historia como “Guerra de las Galaxias”. “Si podemos hacer que la economía vaya bien, -dijo- la política y la paz se cuidarán ellas mismas”. Fue el primer: “¡Es la economía, estúpido!” lanzado al mundo, mucho antes de que Bill Clinton lo hubiera imaginado.
Cuando en 1984 su amigo y mentor, Yuri Andropov, murió en el ejercicio del máximo poder, como era de estilo en la URSS, la “gerontocracia” nombró a Konstantin Chernenko, un hombre de edad provecta y salud al tono, que gobernó apenas trece meses y de quien Gorbachov fue su número dos, en un ensayo general de lo que estaba por llegar. En marzo de 1985, a pocas horas de la muerte de Chernenko, Gorbachov fue elegido por unanimidad, cosa insólita, secretario general del PC de la URSS. En aquel entonces eso implicaba plenos poderes. La gerontocracia había dejado paso a una nueva generación. Gorbachov era el primero de los líderes soviéticos nacidos luego de la Revolución de 1917 y también el primero en llegar a la cima con un título universitario bajo el brazo. Al contrario que sus antecesores, el ahora líder soviético había forjado su imagen en el exterior a lo largo de once viajes al extranjero, seis de ellos a países occidentales.
Su discurso inaugural sentó las bases del cambio que se avecinaba. La URSS, dijo, debía dar “un giro decisivo a su economía para aplicar los principios socialistas en forma creativa”; sugirió, e invitó a pensar, que dentro de una economía planificada había lugar “para avivar la independencia de las empresas y despertar su interés por el producto final de su trabajo” y lanzó una advertencia premonitoria: los mayores beneficios materiales “pueden entorpecer la justicia social”. También mandó dos mensajes a Reagan. Uno público: “Queremos una reducción mayor y real de armas y no el desarrollo de nuevos sistemas de armas, ya sea en el espacio o en la Tierra”. El otro mensaje fue privado y en respuesta a una carta que Reagan le había hecho llegar a través de Bush: estaba dispuesto a dialogar con Estados Unidos en cualquier momento y en cualquier lugar. Si el final de la Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría, tuvo un comienzo, tal vez fue ese. Ocho meses después, en Ginebra, Estados Unidos y la URSS, Reagan y Gorbachov, acordaron reducir sus arsenales nucleares a la mitad.
Para entonces, sin saberlo, el líder soviético se había acostado con el enemigo: había nombrado a su amigo Boris Yeltsin (se conocían desde 1976) como diputado y alcalde de Moscú con la misión de terminar con la corrupción en el PC local y en la ciudad. Yeltsin, que sustentaba sus ideales políticos en la vodka, se convirtió pronto en un crítico acérrimo de Gorbachov y de su lentitud para encarar las reformas proclamadas. El flamante líder de la URSS quedó atrapado en los brazos de una pinza que ya no se aflojaría jamás: quienes, como Yeltsin y los suyos, lo criticaban por lento, y los conservadores comunistas que criticaban la amplitud y hondura de los cambios.
Gorbachov clavó a fuego dos palabras rusas que Occidente aprendió rápido: glasnot, que significa apertura, transparencia, y perestroika, igual a reconstrucción. Y se echó a andar. Entre 1987 y 1988, por ley firmada, las empresas soviéticas gozaron de mayores libertades. Y los individuos también. Fueron liberados miles de disidentes y reivindicadas muchas de las figuras perseguidas y aniquiladas por Stalin, en un ejemplo de memoria y justicia, siempre útil para el crecimiento de las naciones. Hubo mayor libertad religiosa y el control sobre la prensa se aflojó un poco. En mayo de 1988 la Ley de Cooperativas permitió la propiedad privada de las empresas de servicios, de la industria manufacturera y del comercio exterior.
Sus años se vieron ensombrecidos por la tragedia de Chernobyl, en abril de 1986, por la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán en 1989, un triunfo de la paz pero una derrota militar para la URSS, y por la travesura de Mathías Rust, un chico alemán que en 1987 aterrizó con su Cessna 172 en la Plaza Roja, después de burlar todos los radares de la superpotencia y de dejar en claro que el poder militar no se llevaba bien con Gorbachov.