La sucesión de conflictos los ubica en un espacio desconocido en el que la izquierda son los otros. Expresan un anticipo del tiempo que viene, en el que la jefa del kirchnerismo está obligada a procesar que ya no tiene el monopolio de la rebeldía: la protesta también es contra ella.

El kirchnerismo se comporta como un ilusionista que de tanto ensayar los trucos termina por creer en su propia magia. Años de fusionar política con épica forjaron una identidad granítica que prefiere el dogma al análisis, la agitación a la negociación, el señalamiento de enemigos a la empatía con sus adversarios. Esa legión de dirigentes que se percibe como una vanguardia justiciera que impide la hegemonía de los poderosos sobre los desvalidos se enfrenta al drama existencial de no reconocerse en el espejo. De la galera ya no salen conejos sino contratiempos.

La Argentina de estos días expone a Cristina Kirchner y sus fieles a un angustiante baño de realidad. La sucesión de conflictos los ubica en un espacio desconocido en el que la izquierda son los otros. El conflicto gremial en las plantas de producción de neumáticos, las tomas de tierras en el Sur y la movilización del frente piquetero son reflejo de un dramático deterioro social que el Frente de Todos ha sido incapaz de detener. Expresan un anticipo del tiempo que viene, en el que la jefa del kirchnerismo está obligada a procesar que ya no tiene el monopolio de la rebeldía: la protesta también es contra ella.

Los argentinos son un público que perdió la ingenuidad. Lo revelan las encuestas en las que se ve que una cantidad sorprendente de entrevistados dice que no cree que a Cristina Kirchner la quisieran matar, aunque el mundo entero vio como gatillaban una pistola a 35 centímetros de su cara. El enojo le gana lugar a la esperanza y las batallas políticas grandilocuentes se decodifican como excusas de una burocracia ineficiente.

Cristina Kirchner lo tuvo claro desde el día mismo en que aceptó dar apoyo al ajuste de las cuentas públicas que le encomendó a Sergio Massa cuando entendió que estaba al borde de un estallido financiero. La Cámpora esbozó una coartada de tres palabras para tranquilizar a sus militantes: “Pragmatismo para sobrevivir”. Demasiado poco para disimular el estado de insatisfacción que contagia a todo el peronismo.

A Cristina le fastidió el discurso del secretario de Programación Económica, Gabriel Rubinstein, en el Congreso durante la presentación del presupuesto, cuando dijo que los márgenes empresariales deberían volver a lo que eran hace “tres, cuatro, cinco, seis años”. Es decir, en la era macrista.

Rubinstein –que no ganaría un premio al tuitero recatado- le respondió el jueves a la vicepresidenta por las redes sociales que “la culpa del desorden cambiario, las altísimas brechas, la obligación a financiarse a 180 días para importar, cupos, etc., etc. no la tienen las empresas”.

Si quiso llevar la discusión al terreno técnico acaso confundió el mensaje de la fundadora del Frente de Todos. Ella retomó la iniciativa en un momento en que sufre las deserciones por izquierda a su proyecto político. El sindicalismo tradicional le exige soluciones para detener el auge de los gremios clasistas, liberados para reclamar que los salarios no sigan perdiendo contra la inflación. Los líderes de movimientos sociales oficialistas pierden legitimidad ante los dirigentes trotskistas. Los intendentes del conurbano exigen atención sin demora: “En los barrios hablan pestes de Cristina, casi tanto como de Macri. Esa bronca con nosotros no la vi nunca”, confiesa un cacique que gobierna uno de los municipios más grandes del Gran Buenos Aires.

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