
Fernando Quintero tenía 13 años cuando dejó la escuela y su casa paterna en Villa Hidalgo, José León Suárez, para irse a la calle. La violencia intrafamiliar y las “malas juntas” fueron parte del complejo entramado de una infancia vulnerada, que lo llevaría a dormir primero en un Fiat 128 y, después, a trabajar lavando autos en una remisería a cambio de un sillón donde pasar la noche. “Ahí aprendí a manejar y uno de los choferes, que robaba vehículos con ganzúa, me enseñó la técnica. Hoy lamento ese día, pero así fue como comencé a robar”, recuerda.
Pronto le agarró la mano y antes de cumplir los 15 empezó a hacerlo por cuenta propia. Una vez, encontró un arma en una guantera y su carrera delictiva se disparó. Siempre eran delitos contra la propiedad. Con 17 y 18 años pasó algunos días detenido en comisarías, y en 2001 lo condenaron por primera vez por robar una casa. Salió en 2003 y, a las dos semanas, volvió a delinquir y a caer preso, sumando el cargo de secuestro extorsivo. Le dieron más de siete años y recuperó la libertad en 2010.
Tuvo algunos trabajos inestables −con sus antecedentes, encontrar algo formal le resultaba imposible− hasta que, en 2015, llegó su tercera condena. Recién ahí, en el penal de Campana, surgiría la oportunidad de su vida: Fernando conoció Cook Master, la empresa de gastronomía en la que trabaja desde que salió de la cárcel por última vez, hace ya cuatro años. “Verdaderamente me cambió la vida: lo digo y lo repito”, asegura hoy, a los 40.
Aunque con final feliz, su trayectoria se parece a la de la mayoría de quienes reinciden en el delito. En la Argentina, de las 20.000 personas presas que recuperan la libertad cada año, se estima que cerca de la mitad, entre 7000 y 9000, vuelven a delinquir, a pesar de que el Estado invierte en cada una de ellas aproximadamente 10.000 dólares al año. Teniendo en cuenta que hay unas 95.000 personas encarceladas (según datos oficiales de 2020), la inversión total rozaría los 1.000 millones de dólares anuales.
“En Estados Unidos, el gasto promedio por cada preso, sumando lo que se destina al personal y mantenimiento de instalaciones, es de unos 40.000 dólares aproximadamente al año. En Chile, 20.000 dólares. Pero más allá de estos valores, lo que queremos resaltar es que el sistema en la Argentina no es barato y se demostró que no funciona”, sostiene Marcelo Bergman, director del Celiv, doctor en Sociología y quien está a cargo de la Maestría en Criminología y Seguridad Ciudadana en la Untref.
En ese contexto, en los últimos años surgieron proyectos que buscan fomentar su inclusión sociolaboral, como cooperativas, asociaciones civiles y redes de empresas privadas. Aunque frente al gran aumento de la población penitenciaria, su impacto es reducido, estas iniciativas demostraron que, a mayores oportunidades de acceso al trabajo, educación y redes de contención, los porcentajes de reincidencia disminuyen significativamente.
Solo dos casos testigos de éxito: de las 151 personas que obtuvieron su título universitario mientras estaban detenidas, gracias a UBA XXII, el programa de estudios de la Universidad de Buenos Aires en establecimientos del Servicio Penitenciario Federal que comenzó a funcionar en 1985, ninguna reincidió. Por otro lado, entre los 342 expresos que lograron oportunidades de trabajo a través de Fundación Espartanos (organización que promueve la inclusión sociolaboral tendiendo un primer puente mediante el rugby), el porcentaje de reincidencia fue del 5%.
El perfil de los que reinciden
¿Cuál es el perfil de quienes reinciden en el delito? En general, son varones jóvenes que vienen de hogares violentos y no terminaron la secundaria. Suelen abandonar sus casas antes de los 15 años, tienen amigos que cometen delitos y se involucran en ese mundo desde edades muy tempranas. De ellos, cuatro de cada diez pasaron por institutos de menores antes de llegar a la cárcel y, la mayoría, son condenados por robos, con penas que rondan los tres años. La mitad, vuelve a caer antes de que se cumplan los 12 meses de su liberación.
Con esos datos en la mira, el Celiv se propone llamar la atención sobre la urgencia de pensar en “el día después” de la cárcel. Bergman, advierte: “La reincidencia es un problema grande al que no se le presta la debida atención, porque la mayoría de los políticos y la gente en general piensan que con la cárcel se resuelve el problema de la delincuencia, pero no es así”.
Desde el Celiv entienden como reincidente a aquella persona privada de libertad que estuvo encarcelada previamente. Según encuestas que realizó ese centro en el sistema penitenciario federal y bonaerense, en 2019 la reincidencia era del 41% mientras que en 2013, por ejemplo, era del 39%.
Aunque en los últimos 25 años viene creciendo el número de presos, Bergman asegura que las instituciones tienen pocos recursos y programas. “Cuando las personas salen en un promedio general de entre tres y seis años, lo hacen en peores condiciones que cuando entraron”. En otras palabras, el paso por el engranaje penitenciario habrá sido para ellas “solo un eslabón o una interrupción momentánea de una larga trayectoria de criminalidad” que, en general, suele volverse “más violenta y más ‘profesional’”. En resumen, es un sistema al que se destina miles de dólares, pero que no da resultado.
“No vieron al exdelincuente, vieron mi potencial”
El final de su tercera condena, de dos años y 10 meses, Fernando lo pasó en el régimen abierto del penal de Campana. Compartía una casita con otros compañeros y fue allí cuando le hablaron de Cook Master, que es una empresa denominada “B” (es decir, además de una ganancia económica, se propone alcanzar un impacto social positivo), y le presentaron a Pablo Bonora, que hoy es subgerente de operaciones. La empresa ofrece servicios de alimentación a hospitales, escuelas y cárceles, entre otros lugares. En los complejos penitenciarios donde tiene presencia, capacita a los detenidos en cocina, nutrición y manipulación de alimentos. Su empresa ya empleó a 75 personas que estuvieron privadas de su libertad (38 siguen trabajando) y apenas un 2,7% volvió a delinquir.
“A la universidad le debo todo”
De sus 42 años, Christian Escanes pasó 11 años y cinco meses detenido en distintos penales. Durante su adolescencia, había estado en un instituto de menores. Empezó robando bicicletas y al poco tiempo, comenzó a participar de rallys delictivos en los que asaltaba estaciones de servicio y negocios junto con otros chicos. A los 21 cayó detenido por primera vez y le dieron la posibilidad de esperar el juicio en libertad, con el compromiso de ir a firmar todos los días. Pero en ese lapso, volvió a delinquir. A los robos con armas de fuego, se sumaron una privación ilegítima de la libertad y un enfrentamiento con la policía.
Hijo de un padre taxista, que falleció cuando él tenía 15 años, y de una madre ama de casa que de pronto se encontró haciendo malabares para sostener tres hijos, su infancia transcurrió en Villa Lugano. Asegura que su caso “es parecido al de todos”. “En barrios como ese, el delito aparece como una opción de progreso ante la falta de educación y trabajo”, dice Christian, quien cuenta que terminó la secundaria “a los tumbos”.
Enseguida, aclara: “Muchos te dicen: ‘Yo también fui pobre y no opté por el delito’. Claro que es cierto, si no se tiende a estigmatizar al barrio pensando que son todos ladrones y no es así. Pero a veces tiene que ver con la suerte: si doblaste en una esquina, te encontraste con un albañil, aprendiste el oficio y empezaste a laburar o, como en mi caso, si doblaste para el otro lado y te cruzaste a dos pibes con una pistola que salían a chorear”.
Sus primeros años dentro de la cárcel fueron de adaptación permanente. “El detenido contra el detenido, las peleas, los problemas, las lesiones. Una porquería”, enumera. Está convencido de que así como la suerte jugó un papel para empujarlo hacia esos lados, también hizo que, de pronto, se abriera la posibilidad de un cambio. En 2010, estando detenido en Ezeiza, la suerte llegó con nombre y apellido: Nair Repollo. Es la coordinadora de la unidad académica de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales dentro de UBA XXII.
UBA XXII nació en 1985 y tiene presencia en los penales de Devoto y Ezeiza, con siete unidades académicas: CBC, Ciencias Exactas, Ciencias Sociales, Psicología, Abogacía, Económicas y Filosofía. De las 151 personas que obtuvieron su título universitario mientras estaban detenidas, no hay registro de que ninguna haya reincidido.
Nair estaba en pareja con un amigo de él y Christian la había conocido en su paso por otro penal. “Me contó la idea que tenía la UBA de ingresar a Ezeiza con un laboratorio de computación y empezar a generar un centro de estudiantes. Me pidió que le diera una mano y le dije: ‘Flaca, yo no sé ni prender una computadora’, pero me respondió que necesitaba una persona que conociera a los presos y ayudara a que se sumaran los de los pabellones más complejos, porque la idea de la facultad era que participaran todos, no solo los vips”, relata.
Accedió. Empezaron con ocho computadoras y una biblioteca donde Christian leyó por primera vez un libro: Vigilar y castigar, de Michel Foucault. Ese pequeño espacio de un metro y medio por tres de largo, levantado entre paredes de durlock, sería lo más parecido a la libertad para él y muchos otros.
El 34% de las personas privadas de la libertad manifestó que en la cárcel le robaron sus pertenencias, el 42% no dormía en una cama y solo una de cada dos recibió atención médica cuando se enfermó.
“Yo había sido un tipo conflictivo dentro del ambiente y ciertas personas pensaban: ‘Algo bueno tiene que haber si ese que es un loco, está ahí’. Ese espacio pasó de tener cuatro o cinco personas, a 70 estudiantes primero y 250 en dos años. Se hacían cursos extracurriculares de computación y ese era el enganche con la universidad, para que los pibes pudieran entender que había otra manera”, explica Christian.
Ese enganche funcionó. Empezando por él mismo. En su paso por el programa UBA XXII, transitó las carreras de Economía, Sociología, Derecho y, finalmente, se quedó con Trabajo Social: hoy, ya en libertad desde 2015, está cursando segundo año. Desde 2020, además, trabaja para el Comité contra la Tortura de la provincia de Buenos Aires, donde coordina una delegación de cinco personas que visitan semanalmente 10 unidades penitenciarias del conurbano. Christian (que también preside la asociación civil Claudio “Pocho” Lepratti contra la violencia institucional) volvió y sigue volviendo a la cárcel, pero esta vez desde otro lugar.